El agua es un elemento que siempre me ha fascinado, inspirándome respeto y temor a partes iguales.
Su falta de forma propia, su adaptabilidad a cualquier continente, es una de las cualidades que más me impresionan. Recuerdo que, de niña, abría el grifo del lavabo y jugaba a intentar atrapar el agua que corría entre mis dedos. Hasta que llegaba mi madre, con voz de estar para pocos juegos, y me cerraba el grifo… ¡y la diversión!
Otra cualidad del agua que me asombra es su capacidad para impregnar todo lo que toca con su propia esencia. Nada resulta ajeno a su contacto, desde una tierra que se vuelve fértil con la humedad hasta la satisfacción del sediento.
Y su fuerza. Así como una simple gota puede romper una roca, las aguas embravecidas, ya sea en forma de riadas o tsunamis, arrasan con todo lo que encuentran a su paso.
Pero el agua es más.
Según nos ha llegado de la mano de numerosos maestros, el agua es el elemento terrenal equivalente a las emociones humanas, ya que éstas se comportan como aquel. En ambos casos, puede ser sumamente difícil, por no decir imposible, contener su ímpetu destructor. Pero también en ambos casos, es gracias a ellas que florece la vida.
¿Qué sería de los seres humanos sin la capacidad de reír, llorar, amar u odiar?
Pero como todos los elementos esenciales en esta vida, el agua y las emociones están para que aprendamos de ellas, para que poco a poco nos vayamos superando y encontremos esa armonía que, sin eliminarlas, nos permita vivirlas con desapego, sin identificarnos con ellas.
A fin de cuentas, nosotros no somos las emociones, sólo las experimentamos para aprender y crecer.
Recibo que tus palabras han sido escritas desde la reflexión emocional (así lo llamo yo)
Hermoso texto.
Un abrazo
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Así es, Júlia. Muchas gracias! Un abrazo.
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